La esencia del arte
consistiría en pasar del lenguaje
a lo indecible que se
dice, en hacer visible por medio de
la obra la oscuridad de
lo elemental.
Emmanuel Levinas
No, no soy yo, es otra la que sufre.
Anna Akhmatova
La
palabra se retira, encuentra su forma dispersa: el poema consuma pequeñas
detonaciones del lenguaje, abigarradas roturas de una oscuridad que se atreve,
naciente, a dislocar su presencia. No dice sí, no puede: la noche, en su
poética, se rasga en voz a otro. Se evoca solo una vez, se convierte. La
vigilia del verbo misiona por cederse en ofrenda, e impugna, con su alteridad
anárquica, los mitos del significado.
No dice sí, Adela Busquet: expone, su
escritura, una voz inmemorial que lleva las palabras cara-a-cara al desamparo.
En su plaquette Insiste en mí la gana
(Melón Editora) la poeta irradia una experiencia estética poco corriente.
Porque Adela embiste, con su expresión, la distancia en la proximidad que la
habita. Hay algo verdadero allí que se desdice; que ni retrocede, ni avanza.
¿Verdad? Por otro idioma, pues su trabajo es de duelo, ante el ser o el acuerdo
que no se da como testigo:
Cómo habrá nombre ser otro.
Qué más no él, que de poder no aguanta.
Hay algo (¿alguien?) fuera que pide
hablar sin oclusión. Es el ayuno del verbo que recuerda el impulso de estar
habitado: porque escribir es morir, dar cuenta de la conmoción que se expulsa
de sí. Constelaciones, pausas, rupturas, reminiscencias de alteridad. Un
murmullo irreductible, profundo e intempestivo antepasado. La voz de Adela. se
suelta en la intriga que funda su haber sido, antes, escucha. Así se expresa el
poema: mediante un vuelco, un cambio de perspectiva. La escritura, ahora, es
ámbito de atención. Latido de una irradiación externa: el sentido, extrañado, no
se corresponde:
Sido dado, la palabra, ha hecho.
Ha muerto y crecido por su cuenta. La voz.
No hay tema, aquí, sino enigma. Adela
Busquet transparenta formaciones verbales en tránsito: zonas que se friccionan
en su carnalidad. Descubrir, desenterrar es el gesto. Pero para enterrarse,
viva, de palabra, y devolver –oscuro– lo que se da a su suerte. Persistir,
entonces, en quien se halla, a través, a pérdida:
Lo perdido orientando
la dirección.
No puede: nada termina de decirse. Acontece, su vocación, que no remite a sí. Es la mujer, entretanto, quien habla sin identidad suficiente. Mujer no mujer que se dice en femenino, pero no sabe. Se retrasa, en ello, y se retracta:
Las mujeres saben que no pueden conjugar
y que las palabras están perdidas.
El encuentro de la mujer, y de la que
escribe, es doblemente complejo: doblemente indigente, al ser, reduplicada en
su mortalidad, ella es diferente cada
vez. Se apega, así, a la verdad que la extraña. La más muerta se encuentra en
la escritura y se adentra donde no tiene lugar. En estos poemas conmueve la
premonición: entre la mujer y la escritura hay un paralelo escindido, una
extremidad que se ignora, pero que tiene un largo tiempo de vida. Si Marina
Tsvietáieva escribió que “todos los poetas son judíos”, aquí lo judío será la plurívoca
condición, marginal, de una mujer que escribe:
Que si aquel no duerme
con un dedo hurgue
el corazón de la que es hoy,
más pálpito, más muerta.
¿Qué voz, última? ¿Cómo hablar de lo
caído, de lo decapitado? ¿Cómo no hablar en mujer, en escritura?:
Qué voz podrá decir, cayó de su altura
ya rengo le quitaron la cabeza y giró.
Recolección, fugaz, que se desecha: se exterioriza,
la poeta, a lo inmensurable. Su propia inhumanidad –de que es depositaria– queda
expuesta. Aquí hay un esfuerzo, una inversión de órdenes que, no obstante, no
responde a un cálculo filosófico, o a una teoría, sino que proviene de la
propia experiencia: la escritura habita elementos, pero los desconoce. Desposeída,
de su hogar se arranca donde no está.
Sobre el hombro, la casa,
puerta de mi afuera.
Las meditaciones de Adela Busquet parecieran
dejar la poesía: su disposición ya no es subjetiva, sino respuesta a lo
insignificante, a lo último sentido antes del fin. Su escritura no dice lo que
quiere decir. Su temblor está que no llega a afirmar del todo nunca: no hay arbitrariedad,
entonces, sino fidelidad al grito –al dolor, al sufrimiento– de lo desterrado. A
la “casa de su afuera”. Lo cual nos recuerda algunas evocaciones de San Juan de
la Cruz en torno al Deus Absconditus:
ante quien el místico “se queda no sabiendo” en relación a lo innominado, a lo inefable
que se manifiesta por fuera de la voluntad y el entendimiento. Lo ínfimo: no
puede afirmar, sino encenderse. En San Juan, leemos: “Para venir a lo que no eres, /
has de ir por donde no eres.”
Aspirar lo grande.
Querer lo mucho.
Pero lo ínfimo gritó.
Y lo abracé.
Abrazar el grito de lo ínfimo, quebrándose:
así la poeta se recibe, se oye venir. Desencontrada su afirmación, el no saber
de la gratuidad que nos principia, en suspenso: lo que adviene y nos da a la
vida (por lo que somos dados).
No sé mi leña. No sé el fuego,
calor que ardo. Adónde decir sí.
Así, pues, la paradoja: pero de claridad.
Pues en Insiste en mí la gana no nos
acompaña la tragedia del mutismo, o del infinito inmarcesible que destruye y
erradica a quien osa elevar la mirada sobre los dioses. Antes bien, el tiempo
que hace correr la poesía de Adela. B. se asemeja a una caricia secreta, amor que
busca darse aun a costa de desconocer su causa. Salir, por primera vez, al
mundo, y por última. He aquí el meollo de una escritura tan fascinante que, ya
dicha, aún no ha comenzado a hablar.
Insiste la rueda
por salir del eje
y el eje, insiste, insiste.
Fernando Herrera
Septiembre, 15/2014.